EL
DESTRUCTOR DE LA ISLA DE PASCUA
Joan Maristany fue un cruel esclavista: se lucró hasta el extremo con el
secuestro y destrucción de comunidades enteras, entre ellas, la de Rapa Nui.
El 23 de diciembre de 1862
podría entrar por derecho propio en el calendario universal de la infamia.
Aquel mismo día, una flotilla de ocho barcos arribó a las playas de arena
coralina de la isla de Pascua; siete de ellos eran de bandera peruana y el
buque restante, de pabellón español. Al mando de este último, llamado Rosa y
Carmen, se hallaba el capitán Joan Maristany Galcerán.
Advirtamos, antes de
proseguir, que en las costas africanas el tráfico de esclavos decaía bastante
entonces. Los buques de la Armada británica, erigidos en temibles gendarmes de
los mares, perseguían a los negreros con especial encono, mientras la economía
de algunos países americanos empezaba a quedarse sin mano de obra barata, a
imagen y semejanza de las haciendas y guaneras peruanas.
Para solucionar el
problema, algunos dirigieron sus catalejos a 4.000 kilómetros de distancia,
hacia el sudoeste del puerto de El Callao, donde se hallaba precisamente la Isla
de Pascua, conocida en idioma nativo como Rapa Nui, que constituía el mismísimo
ombligo del mundo.
CACERÍAS HUMANAS
Pues bien, el 23 de
diciembre de ese año, el capitán Maristany puso pie en tierra y ordenó de
inmediato la captura de cuantos nativos cupiesen en los ocho barcos de la
expedición. Alrededor de ochenta hombres armados hasta los dientes se
desplegaron por el litoral entero. Fue entonces cuando se desencadenó el peor
de los infiernos... Los gigantescos «moái», estatuas de piedra monolítica de la
Isla de Pascua, fueron testigos mudos de cómo los negreros acribillaron a tiros
a cada isleño que encontraron. Los más «afortunados», contados por centenares,
fueron atados de pies y manos y contemplaron resignados el incendio despiadado
de sus viviendas y plantíos. Las fuerzas comandadas por Maristany secuestraron
o exterminaron finalmente a casi un tercio de los 4.000 habitantes, incluida la
Familia Real y gran parte de la casta sacerdotal.
Algo que para la civilización
rapanui, única en el mundo, constituyó un cataclismo.
Apodado Tara, el capitán
Joan Maristany había nacido cuarenta años antes en la villa barcelonesa de El
Masnou. Quienes le conocieron atestiguaban que su aspecto era tan aterrador
como el de un ogro tuerto, armado siempre, para infundir pánico, con dos
pistolones y un alfanje al cinto. Durante años había llevado una vida siniestra
y turbulenta, volcada en la piratería y en la trata de negros en el Atlántico.
Pero ahora, en vista de las circunstancias, hizo de la Polinesia su nuevo
escenario dantesco. Se sintió exultante tras infligir el mayor aldabonazo de su
vida en la isla de Pascua. Hasta tal punto que ya no quiso regresar a El Callao
con su preciado botín, al contrario que el resto de la tripulación.
Ebrio de oro, fama y
peligro, Maristany sintió que no existía para él ya más límite que el
firmamento, prosiguiendo de ese modo con sus actos vandálicos por otras islas
del Pacífico. Ahora que el comercio esclavista entrañaba mayor riesgo al estar
perseguido en medio mundo, sus beneficios alcanzaron cotas astronómicas. Esa
ingente cantidad de dinero acabó en manos de una élite industrial y financiera
que sufragó las expediciones convertidas en cacerías humanas.
Previamente, las gentes
acaudaladas invirtieron el dinero en sectores diversos, en especial, el
inmobiliario. Ciudades como Barcelona florecieron en la segunda mitad del siglo
XIX al amparo del negocio negrero. Se construyeron por doquier fincas,
fábricas, mansiones y opulentas sedes bancarias. Entre ellas, algunas joyas de
la arquitectura modernista muy apreciadas hoy en día.
Y, por supuesto, el
protagonista de nuestra historia tampoco renunció a las suculentas ganancias de
sus actos de rapiña. Al cabo de varios meses de sangrientas correrías,
Maristany regresó al puerto de El Callao orgulloso de haber cumplido con su
«misión». Al fin podía retirarse y levantar una preciosa casa de indiano que despertaría
la envidia en todo El Masnou.
Pero el destino quiso que en abril de 1863 se
prohibiese el tráfico de esclavos en el Perú. De modo que, a su llegada al
puerto, la Justicia reclamó a Maristany por sus tropelías. Acto seguido, las
autoridades devolvieron a su tierra a los aborígenes pascuenses que
consiguieron sobrevivir. ¿Y qué fue del capitán Maristany...? Por increíble que
parezca, logró escabullirse y huir. Vivió plácidamente hasta su muerte , ya
octogenario.
LA ESCRITURA JEROGLÍFICA
En medio del inmenso
océano, en el punto más alejado de cualquier otro lugar poblado del planeta,
surgió una de las culturas más fascinantes en toda la historia universal. Sus
manifestaciones más conocidas hoy son, sin duda, los misteriosos «moáis», las
descomunales figuras de piedra que encarnaban el poder de sus ancestros.
De los 4.000 habitantes
que llegó a tener la isla de Pascua antes del genocidio perpetrado por el
capitán Maristany y sus hombres, apenas sobrevivió poco más de un centenar. En
aquel momento, la etnia rapanui estuvo a punto de extinguirse del mapa. El
rongo-rongo, su extraña escritura jeroglífica, era la única existente en la
Polinesia. Y, por desgracia, desapareció para siempre junto a los hombres
sabios que resultaron víctimas del genocidio, los únicos del mundo capaces de
descifrar aquel lenguaje secreto. Ha habido muchos personajes malvados, pero
pocos han estado a punto de destruir una civilización milenaria.
Fuente: La Razón
José María Zavala
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