LA INCREÍBLE HISTORIA
DE LA MISIÓN GATITO ACÚSTICO EN TIEMPOS DE LA GUERRA FRÍA
Al principio pensaba que mi gata era sorda. O que tenía algún tipo de
disfunción auditiva. Que no oía bien, vaya. Los primeros días, cuando la
llamaba, no es que no apareciera, sino que cuando estábamos en la misma
habitación ni tan siquiera giraba la cabeza para mirarme. Podía entender que
aún no supiera que se llamaba Mía, pero no me entraba en la cabeza que ante mi
insistencia (puedo llegar a ser realmente pesado) no hiciera ni el ademán de
prestarme atención. No solo lo pensaba yo, que conste. Algunos amigos venían a
casa y me decían: “¿Tu gata es sorda?”.
Imagen arriba: Diagrama del gato espía perfecto.
No, obviamente no lo era. Sencillamente pasaba de todos. Tardé unos
cuantos días en darme cuenta de que lo que tenía era un déficit voluntario de
atención: en un par de semanas, no solo identificaba perfectamente el sonido
del frigorífico al abrirse y el de los premios al salir de su recipiente, sino
que era capaz de distinguir cualquier objeto que cayera al suelo en cualquier
rincón de la casa; aunque fuera una pluma.
Por eso cuando leí la historia de la misión Gatito Acústico de la CIA no
me entraba en la cabeza que unos tipos que según todas las películas son los
más inteligentes del mundo, intentaran durante años entrenar a gatos para
convertirlos en espías. Por cierto que la misión se llamaba en inglés Acoustic
Kitty, que realmente suena más profesional que Gatito Acústico. Que uno vuelve
a casa después de trabajar todo el día en la CIA, le preguntan qué tal el día,
y no es lo mismo decir que has estado trabajando en la operación Gatito
Acústico que en la Acoustic Kitty Mission (léase con voz de agente de
inteligencia y tono solemne).
El libro que cuenta la historia.
Pero a lo que vamos, que me descentro. ¿De verdad los agentes de la CIA
pensaron en algún momento que podían preparar a los gatos para que hicieran lo
que les pidieran? ¿Ninguno tenía gato, o un amigo dueño de uno? ¿No se dieron
cuenta, en los primeros días, de que aquello no iba a ninguna parte?
Según explican Robert Wallace y H. Keith Melton en su libro Spycraft, la
idea surgió tras comprobar que, durante las reuniones de un jefe de estado
asiático con su equipo, había multitud de gatos campando a sus anchas por la
sala en el que se celebraba el encuentro. Nadie reparaba en ellos. Así que
alguien dedujo que serían muy buenos espías.
Desde el principio se consideró un experimento de alto riesgo. Comenzaron
entonces los ensayos para insertar a los gatos dispositivos electrónicos, que
constaban de antena, micrófono, transmisor y batería. La clave estaba en lograr
introducirlo en el cuerpo del animal de tal forma que no afectara a las
cualidades por las que querían contar con ellos como agentes infiltrados. Si el
gato actuaba raro, llamaría la atención.
El transmisor no dio problemas, pero la carne de gato, por si no lo
sabían, es muy mal conductor e implicaba complicaciones con el micrófono, por
lo que optaron por las orejas como lugar para el aparato, que enlazaba con un
cable muy fino que hacía las veces de antena y que iba cosido al pelo del gato.
Ya lo tenían. El sistema funcionaba, las reacciones de los gatos entraban
dentro de la normalidad (de la normalidad de los gatos, se entiende) y, una vez
sopesadas las posibles repercusiones negativas en la opinión pública por la
manipulación de animales, decidieron dar luz verde a la operación. Solo les
quedaba un pequeño detalle: que el gato hiciera lo que ellos querían, que fuera
a donde ellos le indicaran y que volviera cuando ellos se lo dijeran. Una
quimera, vaya.
Las primeras dudas sobre la viabilidad de la misión surgieron en las
semanas iniciales de entrenamiento de los animales. No había manera de
controlar sus movimientos. Además, habían elegido a los gatos por su capacidad
para percibir todos los sonidos, pero no habían contado con que esa virtud era,
al mismo tiempo, un vicio, ya que los gatos se distraían con cada nuevo ruido.
Si ya era difícil que encararan una dirección concreta, imagínense pedirles que
atendieran solo a ciertos sonidos. También se percataron de que si al animal le
entraba hambre, la misión se iría inmediatamente al traste. Hicieron algunas
pruebas en diferentes escenarios, pero no hubo manera de sacar nada de
provecho.
Se percataron de que
si al animal le entraba hambre, la misión se iría inmediatamente al traste
Hay una leyenda urbana que dice que llegaron a intentar colar un gato en
la embajada de la Unión Soviética y que el gato fue tan sigiloso en su
aproximación que un coche se lo llevó por delante. Pero es falso. ¿Quién se
puede creer que hubieran llegado hasta el punto de lograr que un gato encarara
el camino de la embajada que le habían indicado? Físicamente imposible. Lo que
sí sucedió fue que, en algún entrenamiento, un taxi se llevó por delante a
alguno de los aprendices de espía.
La memoria del proyecto venía a decir que todo había ido muy bien, que las
pruebas no habían ido del todo mal, y concluían que un gato podía ser entrenado
para recorrer distancias cortas. Peeeero, no lo tenían tan claro como pudiera
parecer, porque en el tercer punto decían que bueno, que sí, que todo bien,
pero que al final no, porque resulta que aquello tenía toda la pinta de que en
situaciones reales no iba a funcionar. “No sería práctico”, fue el eufemismo
que utilizaron para no cabrear a los gatos del mundo entero.
Intrigado por la historia, me puse en contacto con el departamento de
comunicación de la CIA. Me atendieron con una educación exquisita pero
básicamente me dijeron que ellos estaban allí para cosas más serias que para
hablar de gatitos. Después de varios correos electrónicos y una llamada,
terminaron indicándome dónde encontrar toda la información sobre la misión. En
agradecimiento por su amabilidad, les envié una foto de Mía. “¡Es adorable!”,
me contestaron.
Fuente: El País
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